jueves, 8 de junio de 2017

SANCHA

En esta calurosa tarde de junio, os quiero hablar sobre Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores naturalistas más populares de finales del siglo XIX y principios del XX. La mayor parte de su obra refleja la sociedad valenciana de la época. Obras suyas son "La Barraca", "Cañas y Barro"pero el gran éxito internacional le llegó a Blasco Ibáñez tras la escritura de "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" (1916), ésta última se vendió en todo el mundo y fue adaptada al cine en 1921 por Rex Ingram y en 1961 poe Vincent Minelli.

La historia que comparto con todos los lectores de nuestra biblioteca, se titula "Sancha" es un cuento en el que relata la vida de la gente sencilla de un pueblo cualquiera de la Albufera valenciana y la curiosa relación que tiene un humilde pastor de cabras con una serpiente. Espero que os guste y que, si aún no lo habéis hecho, os anime a conocer la obra de Blasco Ibáñez.



                                                          SANCHA



El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre sí y la Albufera una extensa llanura una extensa llanura baja, cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.
Era el llano de Sancha, Un rebaño de cabras, guardado por un muchacho, pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria delos hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla, apacentaba sus cabras en otros tiempos en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, muchos... tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor; ni el mismo tío Paloma.
El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos en las mañanas de calma:
-¡Sancha, Sancha!
Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, le ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas del sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos.
Otras veces el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué  nerviosos impulsos volvía a enroscarse.
Cuando, cansado de estos juegos llevaba el rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo o enroscándose sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí como caída o muerta, y con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de su cara con el silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera lo tenían por brujo y más de una mujer de las que tomaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello, hacían la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos, cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya todo un hombre cuando los habitantes de la Albufera no lo vieron más. Se supo que era soldado y que se hallaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse en los altos juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la dehesa.
Transcurrieron ocho o diez años y un día los habitante de Saler, vieron llegar, por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, a un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de la rodilla. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor que regresaba. Llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre altos juncos con suave zumbido y en los charcos ocultos bajo los matorrales chapoteaban los sapos asustados por la proximidad del soldado.
-¡Sancha, Sancha!- llamó suavemente el antiguo pastor. Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que parecía helarle la sangre. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.
-¡Sancha!- gritó el soldado retrocediendo a impulsos del miedo-. ¡Cómo has crecido! ¡Qué grande eres!
E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándole con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.
-¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para esos juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto,  los anillos se contraían, se estrechaban hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados colores de los anillos.
A los pocos días unos pescadores encontraron su cadáver; una masa informe con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.

                                                        FIN




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