jueves, 27 de abril de 2017

CUENTO DE EL HEPTAMERÓN

Hoy os voy a hablar de Margarita de Navarra. Margarita fue una  noble francesa, una mujer muy avanzada de su tiempo. Apreciada por su carácter abierto, su cultura y por haber hecho de su corte un brillante  centro del humanismo. Como escritora su obra más conocida es el Heptamerón, siguiendo el modelos del Decamerón  de Bocaccio pero invirtiendo los papeles de hombres y mujeres, ya que en la obra de Margarita, son las mujeres quienes ridiculizan a los hombres. El cuento que os traigo hoy es: Una bella y joven dama que comprobó la fe.



                            UNA BELLA Y JOVEN DAMA QUE COMPROBÓ LA FE


En una de las mejores villas del reino de Francia, había un señor de rancio abolengo que asistía a las enseñanzas de los maestros del saber, deseando llegar a averiguar cómo adquieren virtud y honor los hombres honestos: Y llegó a ser tan sabio que a la edad de diecisiete o dieciocho años era ejemplo y doctrina para los demás. Mas, después de sus lecciones, el amor no dejó de cantarle la suya, y para ser mejor oído y recibido se ocultó tras los ojos y el rostro de la dama más bella del país, que no se sabe por qué razón había llegado a la villa. Pero antes que el amor intentara vencer al hidalgo por la belleza de esta dama, ya ganara el corazón de ella, al ver las perfecciones que se daban en el caballero; porque en galanura, gracia, buen sentido y donoso hablar, no había nadie, de cualquier condición, que le aventajara. Vuesas mercedes, que saben el pronto camino que hace ese fuego cuando prende uno de los cabos del corazón y de la fantasía, comprenderéis que el amor no encontró obstáculo en dos tan perfectas personas, y los sujetó a su yugo y los inundó plenamente de tan clara luz que su pensamiento, voluntad y lenguaje no eran otra cosa que reflejo de este amor, lo que dado su juventud, aunque él engendraba temor, le hacía insistir en su asunto lo más dulcemente posible. Pero quien ya estaba vencida por el amor no tenía necesidad de fuerza; sin embargo, dado el pudor propio de las damas, ella se guardaba de mostrarlo todo lo que podía.
Bien es cierto, que, al fin, la fortaleza de su corazón, donde el amor reside, fue arruinada de tal suerte que la pobre dama accedió a lo que ya estaba ella de acuerdo. Mas, para comprobar la paciencia, firmeza y amor de su galán, le concedió lo que pedía imponiéndole una difícil condición, encareciéndole que, si cumplía, ella lo amaría a la perfección, mas que si le fallaba, no volvería a verla en su vida: consistía en que ella se sentiría muy gustosa de hablar con él en la misma cama, acostados los dos con sus camisas de dormir, pero que no le pidiera nada más, como no fuera hablar y, todo lo más, besarla. Él, que pensaba que no había alegría semejante a aquella que se le prometía, accedió; y, llegada la noche, la promesa fue cumplida, de suerte que, a pesar de las caricias que ella le hizo y de lo que él hubo de contenerse, no quiso faltar a su juramento. Y aunque estimaba que esta condición no era inferior a las penas del purgatorio, tan grande fue su amor y tan fuerte su esperanza, que sintiéndose seguro de la eterna continuidad del amor que con tantas fatigas había alcanzado, conservó su paciencia y se levantó de su lado sin haber querido en ningún momento causarle ningún disgusto.
A lo que yo creo, la dama, más maravillada que contenta de tanta bondad, sospechó incontinente que su amor no era tan grande como ella pensaba, o que él no había encontrado en ella tantos dones como pensó, y ya no guardó consideración a su gran honestidad, paciencia y respeto a un juramento. Así que decidió hacer todavía otra prueba para comprobar el amor que él le profesaba, con una muchachita que tenía a su cargo, más joven que ella y más bella, a fin de que los que lo vieran en su casa con tanta frecuencia pensasen que iba tras la joven y no en pos de ella.

El joven caballero, que pensaba ser amado tanto como él amaba, obedeció enteramente lo que se le mandó y se obligó, por amor a ella, a hacer el amor a la muchacha; la cual, viéndole tan bello y bien decidor creyó sus mentiras como no hubiera creído sus verdades y lo amó tanto como si hubiera sido bien amada por él. Y cuando la señora vio que las cosas iban adelante y que el caballero no cesaba a cada momento de instarla a cumplir su promesa, le concedió que viniera a verla una hora después de medianoche, diciéndole que había comprobado el amor y la obediencia que él le profesaba y que era razón de que fuera recompensado por su gran paciencia.

Ni que decir tiene que la alegría que recibió este fiel servidor, que no dejó de acudir a la hora señalada. Pero la dama, para medir la fuerza de su amor, dijo a su hermosa doncella:

-Bien sé el amor que cierto caballero os tiene, y creo que vuestra pasión no es menor que la de él; me inspiráis tal piedad los dos que he decidido daros lugar y momento de hablar cómodamente juntos y a vuestras anchas.

La doncella se sintió tan transportada de alegría que no supo enmascarar su afecto, diciéndole que por su parte no fallaría y, obediente a su consejo, se desnudó y se acostó sola en un gran lecho que había en su habitación, cuya puerta dejó la dama abierta, encendiendo luces para que su claridad dejara ver más fácilmente la belleza de la joven. Y, fingiendo irse, se ocultó cerca del lecho donde no se la podía ver. Su infeliz enamorado, creyendo encontrarla tal como ella prometiera, no faltó a la hora prometida, entrando en la habitación lo más suavemente que pudo; y después que cerrara la puerta y se hubo desnudado y quitado sus borceguíes forrados, fue a meterse en el lecho, donde pensaba encontrar a la que deseaba, y apenas alargó los brazos para abrazar a la que imaginaba su dama, cuando la infeliz muchacha, que creía que el caballero le pertenecía por entero, le echó los suyos al cuello al tiempo que le decía palabras tan cariñosas y con rostro tan amantísimo, que cualquiera que no fuera un eremita hubiera perdido el " paternos ter".

Mas cuando la reconoció, tanto por la vista como por el oído, el amor que con tanta diligencia lo llevara a acostarse, aún más aprisa lo hizo levantar, al ver que no se trataba de aquella por la que tanto había sufrido; y mostrando tanto despecho hacia la señora como hacía la doncella, dijo la muchacha:

-Ni vuestra locura, ni la de quien con malicia aquí os colocó, podrían hacerme otro del que soy; poned empeño en ser mujer de bien que por mi culpa no perderéis vuestro buen nombre.

Y, al decir esto, furioso como no era posible más, salió de la habitación y estuvo largo tiempo sin volver a ver a su dama. Sin embargo, Amor, que jamás pierde la esperanza, le aseguraba que tanto más grande era la solidez de su amor, avalada por la experiencia, tanto más largo y feliz sería su goce. La dama, que oyera los términos en que se expresó, se sintió tan contenta y envanecida de ver la magnitud de su amor, que se le hizo largo el tiempo hasta el momento de volverle a ver para pedirle perdón por todos los sinsabores que le había hecho pasar. Y en cuanto pudo encontrarlo, se apresuró a alabarlo tanto por su honestidad y buenos propósitos que no solamente olvidó él todas sus penas, sino que incluso las dio por bien pasadas, dado que se habían tornado en gloria y en la seguridad perfecta de su amor, del que desde aquella fecha en adelante, sin impedimentos ni enfados, tuvo la entera posesión que podía desear.






domingo, 23 de abril de 2017

FELIZ DÍA DEL LIBRO

Hoy 23 de abril celebramos el Día Internacional del Libro. Nuestra biblioteca quiere rendir homenaje a todas las personas que han tenido la generosidad a lo largo de la historia compartiendo su fantasía, sus pensamientos,experiencias y lecciones de vida a través de la escritura, contribuyendo así al mundo del libro y la literatura. Para celebrar el Día del Libro, os traigo un precioso cuento de León Tolstoi que, sin duda, nos trae valiosas enseñanzas. Espero que os guste.




                                       ¿CUÁNTA TIERRA NECESITA UN HOMBRE?



Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra".

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

"Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada".

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salia a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una gavilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

"¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo".

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

"Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades".

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

"Vaya - pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte".

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio?- preguntó Pahom.
-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.


-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda suya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje. llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo a pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

"¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado."

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

"No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco."


Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día , y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

"Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra."

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

"Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento."

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vió que era mediodía.

"Bien -pensó-, debo descansar."

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminada sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando:"Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo."

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí." Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

"¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

"No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra."

Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

"Cielos -pensó., si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde ?"

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

"Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol."

El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. "Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre.
Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

"Hay tierras en abundancia -pensó-,¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo.¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
"Todo mi esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los bashkirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.


Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.






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