sábado, 24 de junio de 2017

BENEDETTI


Hoy quiero dedicar esta publicación a la figura de Mario Benedetti, Uruguay (1920-2009). Fue un escritor, poeta y dramaturgo perteneciente a la generación del 45. Su extensa producción literaria se distribuye ente los géneros narrativo, dramático y poético. También fue autor de ensayos y artículos periodísticos. En esta ocasión os dejo con un relato breve que espero sea del agrado del público lector de  Biblioteca IES El Picacho.




                                                            CLEOPATRA


El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos me había mantenido siempre en un casillero especial de la familia. Mis hermanos me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se ponían bastante pesados cuando me hacían bromas sobre la insularidad de mi condición femenina. Entre ellos se intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria, pero pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y me acariciaban o me besaban o me decían: Pero Mercedes, ¿nunca aprenderás a no tomarnos en serio?
Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos  Dionisio  y Juanjo, que eran simpáticos y me trataban con cariño, como si yo fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato, que me molestaba todo lo que podía, pero sin llegar al arrepentimiento final de mis hermanos. Yo lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era correspondido.
Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me dejaban ir a fiestas y bailes, pero siempre y cuando me acompañaran mis hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con liberalidad, ya que, una vez introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su cuenta y solo nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.
Sus amigos a veces venían con nosotros, y también  las muchachas con las que estaban más o menos enredados. Yo también tenía mis amigos, pero en el fondo habría preferido que Dionisio, y sobre todo Juanjo, que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me hicieran alguna "proposición deshonesta". Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura, que tal vez no era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a esas reuniones, y, cuando lo hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía siendo mutua.
En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con esmero, gracias a la espontánea colaboración de mamá y sobre todo de la tía Ramona, que era modista. Así mis hermanos fueron, por orden de edades: un mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un esgrimista. Yo era Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién  representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé que la historia habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de plástico era un buen sucedáneo. Mamá estaba un poco escandalizada porque se me veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la tranquilizó: " No te preocupes, vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién nacido."
A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así que le di al descarado un puñetazo en pleno estómago, que le dejó sin habla por un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije: "Disculpa hermanito, pero no es para tanto", ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis golpes de kárate?

Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un antifaz dorado para no desentonar con la pechera áurea de Cleopatra. Cuando ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo murmullos de asombro, y hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre, nos separamos y yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un payaso y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del primate y ya no me dejó en toda la noche. Bailamos tangos , más rumbas, boleros, milongas, y fuimos sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll. Mi pareja llevaba una careta muy pintarrajeada, como correspondía a su apelativo de Cara Rayada.
Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente no era la suya, desde el primer momento estuve segura de que se trataba de Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi nombre) y mi corazón empezó a saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca contrataban orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los géneros, a fin de ( así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de esperar, cada nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la siguiente era todo lo contrario: abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy cursi, me tomó de la mano y me llevó al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una en su rincón de sombra.
Creo que ya era hora de que nos encontráramos así, Mercedes, la verdad es que te has convertido en una mujercita. Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le devolví el beso con hambre atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis brazos de Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un tirón y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a alguien.
Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas lindas en mi oído.  También me acariciaba de vez en cuando, y yo diría que con discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión de que no le parecía el de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando escuché la voz de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra no regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al mismo tiempo se quitó la careta.
Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud. Tal vez ustedes lo hayan adivinado: no era Juanjo, sino Renato. Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso cacique, se había puesto la otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado y seguí por mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales, siento que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía hoy, aunque Renato sea mi marido.


                                                                                           FIN








jueves, 15 de junio de 2017

REVISTA ESCOLAR "LA TORRE" 2017

REVISTA ESCOLAR"LA TORRE" 2017

CUENTO CON SABIDURÍA

Bien es sabido que la finalidad de los cuentos, casi siempre, es la de transmitir una lección o enseñanza mientras se entretiene, generalmente al público infantil. Dentro de la filosofía budista existen muchísimas historias muy interesantes e instructivas que nos invitan a dar un nuevo enfoque a nuestro punto de vista. Hoy os traigo una  historia muy bonita con un mensaje precioso que espero que os pueda servir para ponerla en práctica.





                                      LA LEYENDA DE MADAHUTA



Hace mucho tiempo, en la India, vivió un joyero muy rico, de nombre Pandú. Cierto día en que se dirigía en su carruaje hacia la ciudad de Varanasi, Pandú  se regocijaba por la bonanza del tiempo, recién refrescado por una tormenta, y sobre todo por el dinero que iba a conseguir al día siguiente vendiendo las joyas en el mercado.
Mirando hacia adelante, Pandú observó un monje caminando lentamente por un lado de la carretera. El monje caminaba con pasos firmes y espalda erguida; había algo en él que irradiaba paz y  fortaleza interior. Pandú pensó:
-Si ese monje va a Varanasi, le pediré si quiere viajar conmigo. Parece un santo y  yo he oído que la compañía de hombres santos siempre trae buena suerte.
Así que dio órdenes a su fortachón esclavo, llamado Mahaduta, de parar los caballos-

-Venerable Maestro del Dharma -dijo Pandú, abriendo la puerta de su carruaje- ¿Puedo ofrecerle transporte hasta Varanasi?

-Viajaré contigo -contestó el monje-, si comprendes que no puedo pagarte, pues no tengo posesiones materiales. Lo único que puedo ofrecerte es Dharma.
-Acepto sus condiciones -dijo el joyero, que siempre pensaba como si estuviese negociando.
Y así  invitó al monje a entrar en su carruaje.
Durante el viaje, el monje, cuyo nombre era Narada, le habló del karma, que es la ley de causa y efecto.

-La gente crea sus propios destinos a través de sus acciones -dijo Narada-.
Buenas acciones generan de un modo natural buena fortuna, mientras que quienes cometen maldades acaban pagando por ellas tarde o temprano.
Pandú se encontraba a gusto con su compañero. Le gustaba oír cosas con sentido, pues él era un hombre muy práctico, y también tenía raíces buenas y profundas en el Dharma, aunque esto último él no lo sabia.
Pandú, el joyero, interrumpió ásperamente a Narada cuando su carruaje se paró en mitad de la carretera.

-¿Qué ocurre?-gritó irritado a su esclavo Mahaduta- ¡No hay tiempo que perder! Varanasi estaba aún a diez millas de distancia, y el sol se estaba poniendo por el Oeste.

-Es el carromato de un estúpido agricultor en medio de la carretera- vociferó el esclavo.
El monje y el joyero abrieron las puertas del carruaje y se asomaron para ver lo que ocurría. Un poco más adelante, y bloqueando la carretera. había un carromato cargado de sacos de arroz. La rueda derecha yacía averiada en una zanja. El agricultor estaba sentado en el suelo intentando reparar una pezonera rota.

-¡Yo no puedo esperar! ¡Mahaduta! -gritó Pandú- ¡Aparta su carromato!
El campesino se levantó de un salto para protestar y Narada volvió hacia Pandú para pedirle que pensase otro modo de resolver la situación.
Pero antes de que nadie pudiese decir una palabra, el fortachón Mahaduta ya había saltado de su asiento, y arremetiendo contra el carromato del agricultor, lo empujó dentro de la zanja. Varios sacos de arroz cayeron en el barro. El agricultor se fue corriendo y chillando hacia Mahaduta, pero se frenó al darse cuenta de que el esclavo le doblaba en tamaño y fuerza. Sonriendo maliciosamente, Mahaduta levantó su puño; estaba claro que habría disfrutado dando una paliza al campesino si su amo no tuviese tanta prisa. Al mismo tiempo que el esclavo volvía a su asiento y retomaba las riendas del carruaje, el monje se bajó a la carretera, y dirigiéndose a Pandú le dijo:

-Estoy descansado y en deuda contigo por haberme llevado durante una hora, y qué mejor modo de saldar esta deuda que ayudando a este desafortunado agricultor al que tú has maltratado. Al hacerle daño, puedes dar por seguro que un daño similar te ocurrirá a ti. Así que, tal vez, si le ayudo puedo hacer que tu deuda con él no sea tan grave. Puesto que además el agricultor fue un familiar tuyo en una vida previa, tu karma y el suyo, están atados de una manera mucho más fuerte de lo normal.
El joyero estaba sorprendido. No estaba acostumbrado a que lo regañaran, ni siquiera con la amabilidad con que el monje lo había hecho. Pero lo que más le molestó fue la idea de que él, Pandú, un joyero con grandes riquezas, pudiese estar de algún modo relacionado con un agricultor del arroz -

-¡Eso es imposible!- replicó a Narada.
Narada esbozó una sonrisa y dijo:

- A veces la gente más inteligente no alcanza a reconocer las verdades más básicas de la vida. Pero yo intentaré protegerte contra el daño que te has hecho a ti mismo.
Molesto por estas palabras, Pandú hizo una señal vehemente con su mano para que el esclavo pusiese el carruaje en marcha.

Al oír el Dharma, el agricultor comprendió la ley de causa y efecto. Devala, el agricultor, ya se había sentado de nuevo en el suelo, a un lado de la carretera intentando reparar de nuevo la rueda. Narada lo saludó inclinando su cabeza y empezó a empujar el carromato fuera de la zanja. Devala se levantó de un salto para ayudarlo, pero se dio cuenta de que el monje tenía mucha más fuerza de lo que se podía esperar de una persona de complexión tan ligera. El carromato estaba de nuevo en la carretera incluso antes de que Devala la hubo cruzado,

-Este monje debe ser un santo -pensó Devala en silencio.
-Dioses y espíritus invisibles protectores del Dharma deben ayudarlo. Tal vez él pueda explicarme por qué hoy mi suerte ha dado un giro a peor.

Los dos hombres cargaron los sacos de arroz que Mahaduta había tirado en la zanja, y entonces, al mismo tiempo que Devala se sentaba de nuevo a arreglar la rueda, preguntó:

-Venerable maestro del Dharma, ¿ puede explicarme por qué he tenido que sufrir semejante injusticia por parte de ese rico tan arrogante a quien nunca había visto antes? ¿ Es esto razonable? Narada contestó:

-Lo que has sufrido hoy no es realmente una injusticia. Has recibido el pago exacto por el daño que tú causaste al joyero en una vida previa.
El agricultor dijo asintiendo:

-He oído a gente decir ese tipo de cosas antes, pero nunca he sabido si creerlas o no.

-No es algo muy difícil de creer- dijo el monje-. Nos convertimos en lo que hacemos.

Si hacer buenas cosas, serás buena persona de un modo natural, y cosas buenas le ocurrirán naturalmente. Lo mismo sucede con las maldades. Actos malvados crean malas personalidades y vidas desafortunadas. Todas las cosas que has pensado, dicho y hecho crean la clase de persona que eres ahora, y también contienes las semillas de lo que serás en el futuro. Está es la ley de causa y efecto, la ley del karma.

-Tal vez sea así- dijo Devala-. pero yo no soy una mala persona, y ¡mira lo que me ha ocurrido hoy!

Narada le preguntó:

- Sin embargo,¿no es cierto que tú habrías hecho lo mismo al joyero si él hubiese sido el que bloquease la carretera y tú el que llevase un conductor tan bravucón?
Las palabras del monje hicieron que Devala enmudeciese. Se dio cuenta de que hasta el momento en que Narada apareció para ayudarlo, su mente había estado llena de pensamientos de venganza. Exactamente lo que Narada había dicho es lo que él había estado pensando:

-Ojalá hubiese sido él quien volcase el carruaje del joyero para después poder reanudar el viaje con orgullo mientras el ricachón se quedaba revolcado en el lodo.

-Sí, Maestro del Dharma -admitió-. Es verdad.

Los dos hombres permanecieron en silencio hasta que la pezonera estaba lista y la rueda montada de nuevo en el carromato. El campesino seguía cavilando en las palabras del monje. Aunque Devala no había ido nunca a la escuela, él era un hombre muy pensativo y siempre intentaba descubrir el porqué de las cosas y las razones detrás de los sucesos. De repente dijo:

-¡Pero esto es terrible! Ahora que el joyero me ha hecho daño, yo tendré que hacerle algo malo a él. Entonces él me lo devolverá, y yo volveré a herirle. ¡Y esto nunca acabará!

-No, no tiene por qué ser así- dijo Narada-, La gente tiene el poder de hacer cosas buenas y cosas malas. Encuentra un modo de pagar a este joyero tan orgulloso con ayuda en lugar de pagarle con daño .Entonces el ciclo se romperá. Devala asintió dudosamente a la vez que subía a su carromato. Creía lo que el monje le había dicho, pero no veía como iba a tener la oportunidad de seguir sus consejos.
¿Cómo iba a ser posible que él, un pobre campesino, pudiese ayudar a un hombre tan rico?
Invitó a Narada a sentarse junto a él y tomó las riendas  del caballo. El caballo apenas había empezado a caminar cuando se paró de repente.
-¡Una serpiente en la carretera!-gritó Devala-. Pero Narada, mirando más atentamente, vio que no era una serpiente, sino una bolsa . Bajó del carro y la recogió. Era muy pesada pues estaba llena de oro.
-La reconozco. Pertenece a Pandú, el joyero -dijo el monje-. La llevaba entre sus piernas en el carruaje.
Debe habérsele caído al abrir la puerta para intentar verte. ¿No te dijo que su destino estaba unido al tuyo? Dándole la bolsa a Devala le dijo:

-Aquí tienes la oportunidad de cortar las ataduras de violencia y venganza que te atan al joyero.
Cuando lleguemos a Varanasi, vete a la posada donde se hospeda y devuélvele el dinero.
Él pedirá perdón por lo que te hizo, pero tú dile que no guardas ningún rencor y que le deseas lo mejor. Y escucha atentamente, vosotros dos sois muy parecidos, y ambos prosperaréis o fracasaréis juntos dependiendo de vuestras acciones.


                                              FIN





jueves, 8 de junio de 2017

SANCHA

En esta calurosa tarde de junio, os quiero hablar sobre Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores naturalistas más populares de finales del siglo XIX y principios del XX. La mayor parte de su obra refleja la sociedad valenciana de la época. Obras suyas son "La Barraca", "Cañas y Barro"pero el gran éxito internacional le llegó a Blasco Ibáñez tras la escritura de "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" (1916), ésta última se vendió en todo el mundo y fue adaptada al cine en 1921 por Rex Ingram y en 1961 poe Vincent Minelli.

La historia que comparto con todos los lectores de nuestra biblioteca, se titula "Sancha" es un cuento en el que relata la vida de la gente sencilla de un pueblo cualquiera de la Albufera valenciana y la curiosa relación que tiene un humilde pastor de cabras con una serpiente. Espero que os guste y que, si aún no lo habéis hecho, os anime a conocer la obra de Blasco Ibáñez.



                                                          SANCHA



El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre sí y la Albufera una extensa llanura una extensa llanura baja, cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.
Era el llano de Sancha, Un rebaño de cabras, guardado por un muchacho, pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria delos hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla, apacentaba sus cabras en otros tiempos en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, muchos... tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor; ni el mismo tío Paloma.
El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos en las mañanas de calma:
-¡Sancha, Sancha!
Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, le ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas del sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos.
Otras veces el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué  nerviosos impulsos volvía a enroscarse.
Cuando, cansado de estos juegos llevaba el rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo o enroscándose sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí como caída o muerta, y con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de su cara con el silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera lo tenían por brujo y más de una mujer de las que tomaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello, hacían la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos, cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya todo un hombre cuando los habitantes de la Albufera no lo vieron más. Se supo que era soldado y que se hallaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse en los altos juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la dehesa.
Transcurrieron ocho o diez años y un día los habitante de Saler, vieron llegar, por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, a un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de la rodilla. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor que regresaba. Llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre altos juncos con suave zumbido y en los charcos ocultos bajo los matorrales chapoteaban los sapos asustados por la proximidad del soldado.
-¡Sancha, Sancha!- llamó suavemente el antiguo pastor. Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que parecía helarle la sangre. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.
-¡Sancha!- gritó el soldado retrocediendo a impulsos del miedo-. ¡Cómo has crecido! ¡Qué grande eres!
E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándole con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.
-¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para esos juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto,  los anillos se contraían, se estrechaban hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados colores de los anillos.
A los pocos días unos pescadores encontraron su cadáver; una masa informe con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.

                                                        FIN




jueves, 1 de junio de 2017

UNA HISTORIA INQUIETANTE

Hoy quiero hablaros de Guillaume de Apollinaire, poeta francés que vivió entre los siglos XIX Y XX.
El núcleo de su obra fue la poesía, a la que entendía como un arte inseparable del conjunto de experiencias de la vida cotidiana. Fue pieza clave  en el paralelismo entre pintura y poesía, generando nuevas prácticas de vanguardia en la literatura y el arte modernos. En su poesía expresa su inquietud por  temas como el recuerdo, la angustia, el amor, la melancolía o el erotismo. Su intento de innovación literaria lo situó como una figura de transición entre el movimiento simbolista y el surrealista.
En los poemas de Caligramas, aparecidos de manera póstuma, Guillaume de Apollinaire llevó al extremo la experimentación formal de sus anteriores obras, preludiando la escritura automática surrealista al romper deliberadamente la estructura lógica y sintáctica del poema. Son célebres, por otro lado, sus "ideogramas", en que la tipografía servía para "dibujar" objetos con el texto mismo del poema, en un intento de aproximarse al cubismo y como expresión del afán vanguardista de romper las distinciones de géneros y artes.

Pero la historia que os dejo en esta ocasión es un cuento corto que hace muy poco tiempo descubrí con el que Apollinaire demuestra, además, su capacidad narrativa. Espero, como siempre, que os guste.



                                                     EL MARINERO DE ÁMSTERDAM





El bergantín  holandés Alkmar regresaba de Java cargado de especias y otras mercancías preciosas. Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a tierra. Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.

Era a principios de primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que  la luz de gas apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a Ámsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en donde vender tales mercancías exóticas.
En Above Bar Street, un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si buscaba comprador para su loro.

-Este pájaro -dijo- me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.
Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un precio  que el desconocido aceptó.
-Sígame -dijo éste-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede que haya entre ellas algunas que me gusten.
Muy contento por el trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el caballero, ante el cual, en la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el dueño.

Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.

Continuaron el camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién nacido, y el loro batía las alas.
Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:

-Nos acercamos a mi casa.

Habían salido de la ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.

El desconocido se paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la cancilla, que volvió a cerrar una vez Hendrijk la hubo franqueado.

El marinero estaba impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna. El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el desconocido vivia solo.

"¡Es un excéntrico!" pensó, y como un marinero holandés no es lo suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.
-Si tiene cerillas, ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la casa.

El marinero obedeció y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.
Hendrijk Wersteeg estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.

El desconocido, que acababa de salir del salón, volvió con una jaula;

-Meta aquí el loro -le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado y sepa decir lo que quiero que diga.

Después, tras haber cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda para extender las telas. Hendrijk Wersteeg obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba prisionero. Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le detuvo:

-¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!

Levantando la cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se detuvo. No le era posible luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde pasaba la mano que esgrimía el revólver.

-Escúcheme -le dijo el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa... Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas... Cójalo.

El marinero holandés obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro, gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:
-Hay una cortina al fondo de la habitación. Descórrala.

Descorrida la cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de desesperación.
-Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.

Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas ante el tragaluz, gritando:

-¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!
-No te creo -dijo secamente el desconocido.
-¡Harry, soy inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.
-Esas son tus últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda mi vida.

Yla voz del desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:
-Como todavía te amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me sería imposible, porque te amo...

Ahora, marinero, si antes de que haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres...

Y antes de que el desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fíjamente. Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono. lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su blusón.
Al día siguiente, algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó rápidamente para forzar las puertas. Encontraron los cadáveres de la joven dama y del marinero. El mono, saliendo violentamente del blusón de su dueño, le saltó  a la nariz a uno de los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo a él.

La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin problemas y todos se preguntaban cómo lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.
El propietario de la casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien podría ser falsa.

El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.

Después de estos acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensigton, sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite sin cesar:

-¡Harry, soy inocente!
                             


                                                             FIN