jueves, 29 de septiembre de 2016

REFLEXIONANDO SOBRE EL COMPORTAMIENTO HUMANO

La lectura que traigo en esta ocasión es una reflexión sobre el acto en sí de dar. A veces me pregunto, ¿por qué las personas hacemos algo por los demás? ¿ lo hacemos de corazón o nos mueve algún interés personal? Cuando me planteo este tipo de cuestiones, me gusta echar mano de la sabiduría popular que, bajo mi punto de vista, es donde reside la verdadera esencia de la filosofía, y recuerdo un dicho hindú que afirma:"Lo que no se da, se pierde". Entonces, pienso en mí misma y creo que, de manera egoísta, cuando doy o hago algo por los demás siempre recibo la satisfacción personal, una inmensa alegría, entonces ¿es legítimo experimentar esa sensación cuando ayudamos a alguien?
Para interiorizar este tipo de cuestiones y reflexionar al respecto, he pensado que sería una buena idea leer un fragmento extraído del libro "El profeta" de Khalil Gibran que habla sobre el dar. Espero que os guste.




                                       EL DAR


Entonces, un hombre rico dijo: Háblanos del dar.
Y él contestó:
Dais muy poca cosa cuando dais de lo que poseéis.
Cuando dais algo de vosotros mismos es cuando realmente dais.
¿Qué son vuestras posesiones sino cosas que atesoráis por miedo a necesitarlas mañana.
Y mañana,¿qué traerá el mañana al perro que,demasiado previsor, entierra huesos en la arena sin dejar huellas mientras sigue a los peregrinos hacia la ciudad santa? ¿y qué es el miedo a la necesidad sino la necesidad misma?
¿No es, en realidad, el miedo a la sed, cuando el manantial está lleno, la sed inextinguible?
Hay quienes dan poco de lo mucho que tienen. Lo dan buscando el reconocimiento y su deseo oculto malogra sus regalos.
Y hay quienes tienen poco y lo dan todo.
Son éstos los creyentes en la vida y en la magnificencia de la vida y su cofre nunca está vacío.
Hay quienes dan con alegría y esa alegría es su premio. Y hay quienes dan con dolor y ese dolor es su bautismo.
Y hay quienes dan  y no saben del dolor de dar, ni buscan la alegría de dar, ni dan conscientes de la virtud de dar.
Dan como, en el hondo valle, da el mirto su fragancia al espacio.
A través de las manos de los que como ésos son, Dios habla y, desde el fondo de sus ojos, Él sonríe sobre la tierra.
Es bueno dar algo cuando ha sido pedido, pero es mejor dar sin demanda, comprendiendo.
Y, para la mano abierta, la búsqueda de aquel que recibirá es mayor goce que el dar mismo.
¿Y hay algo, acaso, que podáis guardar? Todo lo que tenéis será dado algún día.
Dad, pues, ahora que la estación de dar es vuestra y no de vuestros herederos.
Decís a menudo:"Daría, pero sólo al que lo mereciera".
Los árboles en vuestro huerto no dicen así, ni lo dicen los rebaños en vuestra pradera.
Ellos dan para vivir, ya que guardar es perecer.
Todo aquel que merece recibir sus días y sus noches, merece, seguramente, de vosotros todo lo demás.
Y aquel que mereció beber el océano de la vida, merece llenar su copa en vuestro pequeño arroyo.
¿Y cuál será mérito mayor que el de aquel que da el valor y la confianza -no la caridad- del recibir?
¿Y quiénes sois vosotros para que los hombres os muestren su seno y os descubran su orgullo sin confusión?
Mirad primero si vosotros mismos merecéis dar y ser instrumento del dar.
Porque, en verdad, es la vida la que da a la vida, mientras que vosotros. que os creéis dadores. no sois sino testigos.
Y vosotros, los que recibís -y todos vosotros sois de ellos-, no asumáis el peso de la gratitud, si no queréis colocar un yugo sobre vosotros y sobre quien os da.
Eleváos más bien, con el dador en su dar como en unas alas.
Porque exagerar vuestra deuda es dudar de su generosidad, que tiene el libre corazón de la tierra como madre y a Dios como padre.




jueves, 22 de septiembre de 2016

UN POCO DE POESÍA

Hoy os traigo unas composiciones poéticas que, además de emocionar, nos hacen reflexionar sobre aspectos tan profundos de la vida  como son: el amor, la libertad o la muerte





   
                                TE DESEO




Te deseo primero que ames,
y que amando, también seas amado.
Y que, de no ser así, seas breve en
olvidar

y que después de olvidar, no guardes
rencores.

Deseo, pues, que no sea así, pero que si es,
sepas ser sin desesperar.

Te deseo también que tengas amigos,
y que, incluso malos e inconsecuentes
sean valientes y fieles, y que por lo menos
haya uno en quien confiar sin dudar.

Y porque la vida es así,
te deseo también que tengas enemigos

Ni muchos ni pocos, en la medida exacta,

para que, algunas veces, te cuestiones
tus propias certezas. Y que entre ellos,
haya por lo menos uno que sea justo,
para que no te sientas demasiado seguro.

Te deseo además que seas útil,
más no insustituible.
Y que en los momentos malos.
Cuando no quede más nada,
esa utilidad sea suficiente
para mantenerte en pie.

Igualmente, te deseo que seas tolerante,
no con los que se equivocan poco,
porque eso es fácil, sino con los que
se equivocan mucho e irremediablemente,
y que haciendo buen uso de esa tolerancia,
sirvas de ejemplo a otros.

Te deseo que siendo joven no
madures demasiado deprisa,
y que ya maduro, no insistas en rejuvenecer,
y que siendo viejo no te dediques al desespero.

Porque cada edad tiene su placer
y su dolor y es necesario dejar
que fluyan entre nosotros.

Te deseo de paso que seas triste.
No todo el año, sino apenas un día.
Pero que en ese día descubras
que la risa diaria es buena, que la risa
habitual es sosa y la risa constante es malsana.

Te deseo que descubras,
con urgencia máxima, por encima
y a pesar de todo, que existen,
y que te rodean, seres oprimidos,
tratados con injusticia y personas infelices.

Te deseo que acaricies un perro,
alimentes a un pájaro y oigas un jilguero
erguir triunfante su canto matinal,
porque de esa manera,
te sentirás bien por nada.

Deseo también que plantes una semilla,
por más minúscula que sea, y la
acompañes en su crecimiento,
para que descubras de cuantas vidas
está hecho un árbol.

Te deseo, además, que tengas dinero
frente a ti y digas:"Esto es mío",
sólo para que quede claro
quién es el dueño de quién.

Te deseo también que ninguno
de tus defectos muera, pero que si
muere alguno, puedas llorar
sin lamentarte y sufrir sin sentirte culpable.

Te deseo por fin que, siendo hombre,
tengas una buena mujer, y que siendo
mujer, tengas un buen hombre,
mañana y al día siguiente, y que cuando
estén exhaustos y sonrientes,
hablen sobre amor para recomenzar.
Si todas estas cosas llegaran a pasar,
no tengo más nada que desearte.

                      VÍCTOR HUGO
 


                                           LIBERTAD


En mis cuadernos de escolar
en mi pupitre en los árboles
en la arena y en la nieve
escribo tu nombre.

En las páginas leídas
en las páginas vírgenes
en la piedra la sangre y las cenizas
escribo tu nombre.

En las imágenes doradas
en las armas del soldado
en la corona de los reyes
escribo tu nombre.

En la selva y el desierto
en los nidos en las emboscadas
en el eco de mi infancia
escribo tu nombre.

En las maravillas nocturnas
en el pan blanco cotidiano
en las estaciones enamoradas
escribo tu nombre.

En mis trapos azules
en el estanque de sol enmohecido
en el lago de viviente luna
escribo tu nombre.

En los campos en el horizonte
en las alas de los pájaros
en el molino de las sombras
escribo tu nombre.

En cada suspiro de la aurora
en el mar en los barcos
en la montaña desafiante
escribo tu nombre.

En la espuma de las nubes
en el sudor de las tempestades
en la lluvia menuda y fatigante
escribo tu nombre.

En las formas resplandecientes
en las campanas de colores
en la verdad física
escribo tu nombre.

En los senderos despiertos
en los caminos desplegados
en las plazas desbordantes
escribo tu nombre.

En el fruto en dos cortado
en el espejo de mi cuarto
en la concha vacía de mi lecho
escribo tu nombre.

En  mi perro glotón y tierno
en sus orejas levantadas
en su patita coja
escribo tu nombre.

En el quicio de mi puerta
en los objetos familiares
en la llama de fuego bendecida
escribo tu nombre

En la carne que me es dada
en la frente de mis amigos
en cada mano que se tiende
escribo tu nombre.

En la vitrina de las sorpresas
en los labios displicentes
más allá del silencio
escribo tu nombre.

En mis refugios destruidos
en mis faros sin luz
en el muro de mi tedio
escribo tu nombre.

En la salud reencontrada
en el riesgo desaparecido
en la esperanza sin recuerdo
escribo tu nombre.

Y por el poder de una palabra
vuelvo a vivir
nací para conocerte
para cantarte
Libertad.


                PAUL ELUARD



                                          TRANSFERENCIA


Después de todo, la muerte es una gran farsante.
La muerte miente cuando anuncia que se robará la vida,
como si se pudiera cortar la primavera.
Porque al final de cuentas,
la muerte sólo puede robarnos el tiempo,
las oportunidades de sonreír,
de comer una manzana,
de decir algún discurso,
de pisar el suelo que se ama,
de encender el amor de cada día.
De dar la mano, de tocar la guitarra,
de transitar la esperanza.
Sólo nos cambia los espacios.
Los lugares donde extender el cuerpo.
bailar bajo la luna o cruzar a nado un río.
Habitar una cama, llegar a otra vereda,
sentarse en una rama,
descolgarse cantando de todas las ventanas.
Eso puede hacer la muerte.
¿Pero robar la vida?... Robar la vida no puede.
No puede concretar esa farsa... porque la vida...
la vida es una antorcha que va de mano en mano,
de hombre a hombre, de semilla a semilla,
una transferencia que no tiene regreso,
un infinito viaje hacia el futuro,
como una luz que aparte
irremediablemente las tinieblas.

                      HAMLET LIMA QUINTANA


                                       



jueves, 15 de septiembre de 2016

BUSCANDO LA SABIDURÍA

Hoy quiero compartir con todos los lectores una preciosa historia que nos enseña a mirar las cosas  con ojos nuevos, a estar siempre atentos a lo que cualquier persona, sea de la condición que sea, guarda en su interior. Porque siempre podemos aprender algo interesante de los demás.















EL GUERRERO, EL SABIO Y EL HOMBRE INSIGNIFICANTE




La paz había llegado a esos pueblos donde no había ya nadie más para matar, así es que sólo entonces el guerrero pudo volver a su hogar para encontrar que, así como él había barrido y quemado todas las aldeas de los enemigos que había sido barrida y quemada tras el paso de éstos por allí.
A lo largo de la campaña había pasado años blandiendo furia en asaltos, escaramuzas y emboscadas, había herido y matado a más hombres de los que una mujer pudiera dar a luz, y había tenido la suerte- la que él suponía fiel al heroísmo que en la batalla muchos le confundían con salvajismo-, de poco haber sido herido y nunca matado. Mas su fortuna se volvió en desgracia, la última vez que en el campo que se había convertido en cementerio, nadie había tenido tiempo, entre la exigente atención de esquivar espadas y asestarlas, para ocuparse del entierro de los vencidos. Y él, a peor suerte de con su propia mano haber abatido al último rival, se vio siendo el único en pie, aún de entre los aliados, para preguntarse si valía la pena vivir para verse en tener que atender el cuidado de tantos cadáveres.
El guerrero cavó primero para juiciosamente hacer sitio a sus compañeros, sin llorarlos, porque no había tenido ocasión de conocer a casi ninguno. Sobre la tumba de cada uno dejaba una pequeña pira de maderitas como la tradición exigía, y para cuando hubo acabado, ya no había más ramas de dónde abastecerse en todo el páramo.
Entonces, juzgándose mejor que sus enemigos y aún sabiendo que ninguno de ellos los habría hecho en su lugar, siguió dedicando los días a sepultarlos a ellos también, incluso tuvo que arrasar con el bosque en el cual habían acampado él y los suyos a las vísperas del combate final, sólo para ver que ni entonces la madera alcanzó con equitativa justicia a todas las tumbas. Y así continuó, agradeciendo a la blanda tierra que no hacía imposible su labor, y llorando a muchos de sus enemigos, pues que los conocía y había considerado amigos hasta que aquél día que no recordaba, por aquellas razones que jamás entendió, había estallado la guerra.
Así fue que por fin un día pudo dejar el cementerio que él mismo había sembrado para retornar a su aldea, dónde descubriera que alguien más había hecho lo propio. Desde entonces erró los caminos, despreciando el pasado y queriendo olvidar el futuro, vagabundo, sin tierra por la que había luchado ni amigos por los que había sido alentado.
Hasta que ocurrió un día, como ocurre siempre en estas historias, que los caminos lo llevaron hasta un rumor que en el camino siguiente se hizo más fuerte y a la próxima encrucijada que alcanzó ya había tomado voz de verdad: había, en un pueblo no muy alejado, un hombre sabio, que daba tranquilidad al espíritu del más desdichado y hacía parecer mendigo al corazón del más rico que no le hubiese escuchado.
El soldado sintió latir con fuerza su propio corazón con la noticia, pero ya latía lento y cansado de haberse olvidado cómo latir. Intentó correr por la senda que le habían sugerido, pero tropezaba todo el tiempo con los años que en su andar le habían alcanzado. Su aliento buscó un bastón, y anciano  de tristezas marchó sin la fuerza con la que había buscado la contienda.
Las noches pasaron y los días corrieron hasta que encontró ese pueblo donde estaba seguro el sabio le daría la paz que jamás antes había buscado para otros. Y fue que apenas tocar su pie el umbral de la aldea, un hombre que llegaba del río cargando una cesta repleta de pescados frescos se le acercó y reclinó su cabeza a modo de saludo.
-Noble señor- dijo el guerrero-, sepa busco al sabio que su pueblo aloja, el mismo que ha hecho célebre su nombre y según cuentan, felices a todos sus habitantes.
-Amigo mío- habló el pescador-. es usted aquí bienvenido, mas no busque entre nosotros lo que está entre todos los hombres. Cuando usted busca usted ha encontrado, ¿buscaría el pájaro los cielos sin saber en su alma que su destino es remontar los aires o busca el pez la corriente sin sentir que el agua es el lugar donde ha de luchar sus días? De la misma manera, mi estimado forastero, usted no podría buscar a ningún sabio ni su sabiduría, si la sabiduría no estuviera ya en usted.
El guerrero se sintió conmovido:¡qué vuelco del destino, primer hombre que se topase en su camino ser el que tanto ansiaba encontrar!
-¡Mi señor. dijo el guerrero- es usted a quién tanto ansiaba encontrar!¡Es usted el que puede dar la vida a mi espíritu, que yo a otros he robado liberando los espíritus a sus vidas!
El pescador sonrió con amable sonrojo y levantó la mano que llevaba libre del cesto de pescados, para detenerle en su premura y decirle:
-Apura usted su juicio, toda la vida fui un pescador, y no conozco más sabiduría que la que el correr de mis días, como corren las aguas del río, que me han regalado esos pescados de los que me he servido- y ante el desahuciado asombro del guerrero que más oía y creía aunque descreía por lo que oía, miró el punto del sol y señaló hacía el río-. Busque a la vera de las aguas, se dice que a estas horas el sabio del que habla acostumbra sentarse con los pies en el río, pues se dice que dice que siempre es la primera vez que lo hace, pues que siempre son otros pies los que sumerge, en un río que nunca es el mismo. Usted llegará con bien si anda en la dirección que le indico, pero si  su paso se pierde, sin duda encontrará un mendigo que como usted dedica sus días a conocer los caminos, él sabrá decirle con bien el que busca.
El pescador siguió su camino haciendo un nuevo saludo al guerrero que, sintiéndose engañado y rechazado, siguió el consejo , convencido de haber hallado el sabio que buscaba, y convencido también de que estaba poniendo a prueba su determinación y confianza.
Ya en la orilla, como esperaba, no encontró ningún anciano que tuviera las pintas de sabio, mas si descubrió una joven lavandera que estrellaba sus ropas sucias contra las rocas del río una y otra vez, de modo que para confirmar sus sospechas se le acercó y preguntó:
-Dulce niña, soy forastero en estas tierras y vengo buscando al iluminado que aquí  se dice ha hecho hogar. Un pescador que me dijo que aquí estaría, pero sólo estás tú.
-¡Oh , buen señor!- dijo la muchacha deteniendo sus tareas- ¿Ha usted buscado la sabiduría esperando verla o para escuchar su voz? ¿Diría que este es un río sólo cuando entrara en él o podría decirlo al oír su suave murmullo? ¿La busca sabiendo cómo ha de ser y qué le habrá de decir o está buscando lo que su corazón busca aún a costa de que su presencia le sorprenda?
El guerrero sintió el mundo girar a su alrededor y al instante desechó las sospechas que habían tenido sobre el pescador.
-¡Niña anciana de palabras!- dijo humildemente- ¿Perdonarás mi torpeza de confundir años con sapiencia cuando tengo los unos y no logro la otra? ¿Disculparás mis ojos que ven sólo lo que mis ojos se prestan a ver? ¿Podrías tú, a favor de mi búsqueda y teniendo como prueba de mi necesidad la necedad en la que me excuso para no haberte reconocido?
La niña se sonrojó exhibiendo pudores de timidez.
-Buen señor, es amable su confusión, mas yo no soy la que busca. Sólo vengo aquí a fregar ropas como si ellas pudieran ensuciar el alma ¿Hay sabiduría en ello? No soy yo dada en creerlo. Uso mis manos porque para eso están, vengo al río porque al río puedo venir y lavo aquí las ropas por que  aquí  las puedo lavar. No hay sabiduría en hacer las cosas que se deben hacer así como no hay valentía en amar cuando amar es lo que nos hace de verdad valientes. Y si no se lo dije ya se lo digo. porque lo que no se dice no se sabe, porque yo no soy la que busca. Y si acaso ya se lo dije, perdone que mi memoria sólo se ocupe de este momento en que hablo, sepa que a cada  momento cada palabra es una nueva verdad, y sepa que yo no soy la que busca.
El guerrero se sintió confundido otra vez al ver más sabiduría en esta niña que en el pescador, pero si debía creerle, entonces no debía haberla. Abatido, hundió su mentón en el pecho y se arrodilló sintiéndose vencido.
-Buen hombre, permítame decirle amigo, vea que diciéndome su amiga así me siento, y diciéndome su amiga más yo misma me siento -la niña tomó su rostro y lo elevó a la altura de sus propios ojos descubriendo una lágrima que al guerrero había herido y sangraba hasta su rechazo-. No soy yo quién busca, pero sé dónde ha de hallarle. Él todas las noches vuelve a su hogar, solo porque al pobre nadie le ha tolerado demasiado sus verdades, encendiendo las luces de su única morada porque tiene por costumbre del día en su lengua o por las noches las usanzas de un faro, solo porque en verdad nadie le ha visto, se dice que vuelve de andar por todo el pueblo y sin que sus pasos sean más que una sombra, pero haciéndonos sentir su presencia como lleva el viento las voces de un pájaro que nadie ve y nadie conoce. Busque al final del camino entre las últimas de las casas, busque y encuentre la más humilde y la más triste, la más fea si la distingue, pues se dice que en la roca menos querida se halla en su corazón  la gema más deseada. Y si no la encuentra allí hasta el final del pueblo, pregunte al mendigo que ronda buscando una palabra de amigo, que nada tiene pero que jamás escatima una sonrisa y una humilde reverencia, que todos en el pueblo conocen y nadie olvida a la vez que no hay uno sólo que le recuerde.
El guerrero, aturdido como nunca lo había estado en el fragor de la batalla, resignado retomó su marcha, desconfiando de su propia confianza en saber ya a quién buscaba. Si todos en aquella aldea hablaban como el pescador o la lavandera, lo mismo valía buscar el cielo sin mirar hacia arriba. ¿Cómo podía la sabiduría estar en todos y cómo un maestro podría enseñarle más de lo que le había enseñado una simple lavandera?
El viejo y cansado soldado al fin posó sus pies ante el umbral de la choza más fea, simple y pobre que pudo encontrar, y siendo que aún el sol guardaba algún que otro haz para destinar a aquel día, se sentó a esperar al sabio.
Al poco rato pasó un niño llevando algo entre sus manos que a juzgar por su recelo habría sido el tesoro digno de un rey. Cuando vio al soldado sintió curiosidad y demostrando que tenía la sabiduría de un rey abrió sus manos para mostrarle que no había nada en ellas.
Viendo esto el guerrero lo miró con indulgencia, los juegos son para los niños, eso bien lo sabía, y pensó  que su compañía podría traer algo de la fresca ingenuidad que de pronto parecía haberse borrado de la faz de la tierra. O al menos de ese insólito pueblecito.
-Buenas sean vuestras tardes, jovencito- dijo el soldado.
-Buenas sean vuestras tardes, jovencito- respondió el niño.
-¿Desprecias mis arrugas para llamarme así?- dijo sorprendido.
-Le llamo así, amigo, porque es usted a lo que yo aspiro ser si los días me acompañan y porque soy yo lo que usted aspira a volver a ser ya que los días lo han abandonado. Le digo así, jovencito, porque no somos más de lo que  queremos ser.
 El guerrero se sintió  víctima de todos los colmos. El viejo soldado se sintió más vencido que tras cualquier batalla en la que la suerte le hubiera sido la derrota más humillante. En ese pueblo la sabiduría parecía crecer en los árboles y se sentía tan ingenuo en esos momentos como debiera haberlo sido el niño que tenía en frente.
-Ya, si dices bien yo debería ser curioso como un niño- dijo el soldado.
-Sí- respondió el niño.
-Pues entonces voy a preguntarte qué llevabas en tus manos hasta hace un momento.
-Hágalo- lo invitó.
-¿Qué llevabas en tus manos hasta hace un momento?- dijo el soldado intentando llevar las palabras a un asunto más trivial que le sentara mejor.
-Llevaba tiempo, mi joven amigo.
-¿Llevabas tiempo entre tus manos?
-No sólo tiempo. También llevaba una promesa.
-Ya veo- dijo el soldado, volviendo a sentir que hablaba con un niño que estaba jugando y nada más-. ¿Y los has soltado porque te hacían cosquillas, verdad?
-¡Bien dices!- se alegró el niño y como certeza de esto sonrió y dio un salto triunfal-. Me hacían muchas cosquillas, de modo que decidí liberarlos porque al verlo a usted entendí que es inútil pretender aferrarme a un momento y resistir al paso de un día. Y con el tiempo que tenía atrapado solté la promesa de que llegado el momento oportuno, lo tendría todo de vuelta y que para entonces lo habría disfrutado en libertad.
El niño miró al soldado. El soldado miró al niño. El niño sonrió. El soldado dejó pasar tanto tiempo antes de responder malhumorado a su sonrisa y poder articular una sola palabra, que para entonces el último rayo del sol se había puesto en el ocaso, y a lo lejos las farolas del pueblo ya empezaban a encenderse tímidamente.
-Debes marcharte- sentenció simplemente, ya había tenido bastante de pescadores, lavanderas y niños, estaba esperando al sabio y a nadie más-. Espero al sabio del pueblo, y no es asunto que incumba a ningún niño.
-¡Tienes razón  mi amigo!- sonrió el niño-. Haces bien en buscar al sabio, aquí los niños somos curiosos, pero la sabiduría de las certezas no deja satisfecho a los hombres tanto como la curiosidad a los niños.
El soldado dudó del valor de haber sido finalmente tratado como un adulto, pero antes de que dijera esta boca es mía, el niño dijo para despedirse:
-Y en verdad hace bien en esperarlo aquí donde se dice que vive por las noches. Mas si las horas pasan y no llega, usted debe preguntar al mendigo, pronto llegará por aquí ejerciendo el único oficio que se le conoce de las noches pues ninguno se le sabe por los días, y ese es el de prender las luces de las calles, como buen farolero que es.¡Adiós!
El niño se alejó trotando por el camino, saltando cuando la alegría se lo reclamaba y en giros cuando era él el que alcanzaba a la alegría. En las sombras cada vez más oscuras, el soldado meditó sobre los hechos del día mientras distraídamente veía cómo  por la calle iba acercándose una tiara de candelas hacia él.
Y las luces fueron dando las formas a la figura de sombra que las encendía que empezó siendo algo irreconocible, luego  un hombre, luego un hombre extrañamente familiar y luego el mendigo al que el soldado había preguntado cómo llegar al río y cómo hallar la casa del sabio  cuando se había perdido. El mismo mendigo al que no había prestado la suficiente atención siquiera como para recordarlo en su propia historia.
Y cuando el mendigo del día y farolero de noche llegó al final del camino apagó la vela que le servía para encender las demás, levantó su roído sombrero saludando al soldado y se metió dentro de la casa.
El soldado se enfureció y empezó a golpear la puerta lo suficientemente fuerte para demostrar cuánto lo estaba. Después de mucho insistir, asomó por el umbral el mendigo feliz con el alboroto.
-Gracias buen hombre- dijo el mendigo-, nadie antes había golpeado a mi puerta, y ya tenía mis dudas de que sirviera como tal.
-¡Usted!- acusó el soldado sin perder la compostura de su ira ante semejante ocurrencia-. ¡Usted- dijo el soldado señalándolo como si él mismo no se conociera-. ¡Me ha engañado! Durante todo el día estuve buscándolo y me ha tenido como un tonto que no sabe dónde buscar, ni cómo reconocer, ni  qué hacer con la sabiduría, usted nunca me dijo quién era aún sabiendo que sólo a usted lo  buscaba. ¡Usted no es más que un engaño, no es más sabio que nadie aquí!
-Usted pretendía encontrar una lucecita durante la luz del día -dijo el hombre sabio-, y yo no hice más que mostrarle cuántos rayos adornan al sol del conocimiento que anida en los corazones de todos los hombres, de todas las mujeres y de todos los niños. Yo no tengo la soberbia de decirme sabio durante el día cuando sólo me dedico a escuchar y preguntar. Y durante las noches sólo soy un farolero que enciende luces que brillan más sólo porque brillan en la oscuridad, Si era usted el que me buscaba,¿cómo yo pude encontrarlo tres veces y usted no pudo encontrarme jamás? Nadie más que un hombre insignificante busca encontrar en uno sólo lo que está en todos los demás.


Jacques Pierre

viernes, 9 de septiembre de 2016

CUENTOS DEL DECAMERÓN: LOS TRES ANILLOS

El Decamerón (diez días) es un libro constituido por cien cuentos, algunos de ellos novelas cortas, escritos por Giovanni Boccaccio entre 1351 y 1353. La temática principal de los relatos que lo componen son: el amor, la inteligencia humana y la fortuna. En esta ocasión, he escogido un cuento que relata cómo resolver un problena de manera diplomática usando la inteligencia. Espero que lo disfrutéis.


                                    LOS TRES ANILLOS


Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo:
-Buen hombre. a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.

El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:

-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran  y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a sus muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegiso, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes depués que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes  dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga.

Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido y, por lo tanto, resolvió confiarle sus necesidad y ver  si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.
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jueves, 1 de septiembre de 2016

APRENDIENDO A PENSAR

Comienza un nuevo curso, pero esta Biblioteca no descansa porque las historias están vivas siempre que haya alguien ahí para leerlas y añadirlas a su bagaje personal.
En esta ocasión, os traigo una  anécdota supuestamente real ocurrida el siglo pasado, que nos hará reflexionar sobre la verdadera finalidad de la docencia que, bajo mi punto de vista, no es otra que la de enseñar a pensar a las personas. Todo un reto.


                                       CÓMO PENSAR


Sir Ernest Rutheford, presidente de la Sociedad Real Británica y Premio Nobel de Química en 1908,contaba la siguiente anécdota: Hace algún tiempo, recibí la llamada de un colega. Estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que había dado a un problema de física, pese a que éste afirmaba rotundamente que su respuesta era absolutamente acertada. Profesores y estudiantes acordaron pedir arbitraje de alguien imparcial y fui elegido yo. Leí la pregunta del examen y decía:
Demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro. El estudiante había respondido: llevo el barómetro a la azotea del edificio y le ato una cuerda muy larga. Lo descuelgo hasta la base del edificio, marco y mido. La longitud de la cuerda es igual a la longitud del edificio.
Realmente el estudiante había planteado un serio problema con la resolución del ejercicio, porque había respondido a la pregunta correctamente.
Por otro lado, si se le concedía la máxima puntuación, podía alterar el promedio de su año de estudio, obtener una nota más alta y así certificar su alto nivel en física; pero la respuesta no confirmaba que el alumno tuviera ese nivel
Sugerí que se le diera al alumno otra oportunidad. Le concedí seis minutos para que me respondiera a la misma pregunta, pero esta vez con la advertencia de que con su respuesta debía demostrar sus conocimientos de física.
Habían pasado cinco minutos y el estudiante no había escrito nada. Le pregunté si deseaba marcharse y me contestó que tenía muchas respuestas al problema. Su dificultad era elegir la mejor de todas. Me excusé por interrumpirle y le rogué que continuara. En el minuto que le quedaba escribió la siguiente respuesta: tomo el barómetro y lo lanzo al suelo desde la azotea del edificio, calculo el tiempo de caída con un cronómetro. Después se aplica la fórmula altura= 0,5 por A por t^2. Y así obtenemos la altura del edificio.
En este punto le pregunté a mi colega si el alumno se podía retirar. Le dio la nota más alta. Tras abandonar el despacho, me reencontré con el estudiante y le pedí que me contara las otras  respuestas a la pregunta.
Bueno, respondió, hay muchas maneras, por ejemplo: tomas el barómetro en un día soleado y mides la altura del barómetro y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y le aplicamos una simple proporción, obtendremos también la altura del edificio.
Perfecto, le dije, y ¿de otra manera?
Si, contestó, este procedimiento es muy básico para medir la altura de un edificio pero también sirve.
En este método, tomas el barómetro, te sitúas en las escaleras del edificio en la planta baja. Según subes las escaleras vas marcando la altura del barómetro y cuentas el número de marcas hasta la azotea. Multiplicas al final la altura del barómetro por el número de marcas que has hecho y ya tienes la altura.
Este es un método muy directo.
Por supuesto, si lo que quiere es un procedimiento más sofisticado, puede atar el barómetro a una cuerda, moverlo como si fuera un péndulo. Si calculamos que cuando el péndulo está a la altura de la azotea, la gravedad es cero y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podríamos calcular, sin duda, la altura del edificio.
En este mismo estilo de sistemas atas el barómetro y lo descuelgas desde la azotea  hasta la calle. Usándolo como péndulo puedes calcular su altura midiendo su periodo de precisión.
En fin, concluyó, existen muchas maneras. Probablemente, la mejor sea tomar el barómetro y golpear con él la puerta de la casa del portero. Cuando abra decirle:"Señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura del edificio, se lo regalo."
En este momento de la conversación, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema (la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares) evidentemente, dijo que la conocía, pero que durante sus estudios, sus profesores habían intentado enseñarle a pensar. El estudiante se llamaba Niels Bohr, físico danés, premio Nobel de Física en 1922, más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones y los electrones que lo rodeaban. Fue fundamentalmente un innovador de la teoría cuántica.


Al margen del personaje, de lo divertido y curioso de la anécdota, lo esencial de esta historia es que:
LE HABÍAN ENSEÑADO A PENSAR. Aprendamos a pensar, hay mil soluciones para un mismo problema, pero lo realmente interesante, lo auténticamente genial es elegir la solución más práctica y rápida, de manera que podamos eliminar el problema de raíz ... y dedicarnos a solucionar otros problemas.