La lectura propuesta que traigo hoy es un fragmento perteneciente a la novela ¨Tomates verdes fritos" de Fannie Flagg. Desde este espacio de expresión de la biblioteca escolar del IES El Picacho, quiero daros una visión crítica sobre algún que otro aspecto en la vida de las mujeres sobre los que, en más de una ocasión, nos hemos planteado: la discriminación de la sociedad sometiendo siempre a juicio cualquier decisión personal que tomemos, el sentido peyorativo del uso de palabras del género femenino (cuando algo es aburrido o pesado se dice coloquialmente que es un ´coñazo´)
Una reflexión, a mi juicio, muy interesante. Como todo lo que comparto por aquí, espero que os guste, y os haga pensar.
8 de agosto de 1986
Después de que el joven del supermercado la hubiese cubierto de insultos, Evelyn Couch se sintió igual que si la hubiesen violado; desgarrada por dentro por aquel deshonesto abuso verbal. Siempre había tratado de rehuir aquel tipo de incidentes, porque le aterraba que los hombres se le descarasen, y lo que fuesen capaces de decirle si les plantaba cara.
Durante toda su vida se había acercado a los hombres de puntillas, fijándose muy bien dónde ponía los pies, sabedora de que si, por cualquier circunstancia, les plantaba cara, ese léxico que con tanta facilidad afloraba de sus bocas le haría mucho daño.
Y al final le había tocado la china. Pero no iba a hundirse el mundo por eso. Es más: aquello la incitó a reflexionar. Fue como si la gamberrada de aquel joven la hubiese sacudido interiormente, obligándola a mirar en su interior y a hacerse preguntas que había eludido hasta entonces, por temor a las respuestas.
¿En qué consistía, en realidad, lo que ella veía como una insidiosa amenaza; como un arma invisible que apuntaba directamente a su cabeza, condicionando su vida; aquel terror que sentía a que la insultasen?
De jovencita se había mantenido virgen para que no la llamasen putón; se había casado para que no la llamasen solterona; había fingido orgasmos para que no la llamasen frígida; había tenido hijos para que no la llamasen estéril; no se había hecho feminista para que no dijesen que odiaba a los hombres ni la llamasen tortillera; y nunca se había sulfurado ni levantado la voz para que no la llamasen arpía...
Y encima de que se había esforzado por comportarse así, un buen día se topa con un extraño y él la pone a caer de un burro y la cubre de insultos..., de esa soez retahíla de insultos que los hombres dedican a las mujeres cuando se cabrean.
¿Por qué siempre insultos con connotaciones sexuales?, se preguntaba Evelyn. ¿Y por qué cuando un hombre quería vejar a otro, lo afeminaba? Era como si, para ellos, ser mujer fuese lo más bajo. ¿Qué hemos hecho nosotras?, se decía ella; ¿Qué hemos hecho para que se nos tenga en este concepto? ¿Por qué habían elegido precisamente el coño para que sonase tan mal? La gente ya no insultaba a los negros; por lo menos, no en su cara. A los italianos ya no se les llamaba maricas, ni se hablaba de judiadas, ni se decía aquello de Spanish... mañana, tildándolos de vagos, ni se hacía burla de los amarillos, ni de los gabachos, ni de los cabezas cuadradas, ni de los hijos de la Gran Bretaña, en la conversación normal. Todos los grupos tenían quienes les defendían. Pero, a las mujeres, los hombres seguían insultándolas. ¿Por qué? ¿Dónde estaba su grupo? No era justo. Y cuanto más lo pensaba, más se sulfuraba. Ojalá Idgie hubiese estado a mi lado, pensaba Evelyn.
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